La kombucha nació hace más de 2.000 años en el Lejano Oriente, probablemente en China durante la dinastía Qin (alrededor del año 220 a.C.).
Se la conocía como el “té de la inmortalidad” por su sabor especial y los efectos que se atribuían a su consumo: energía, digestión ligera y vitalidad.
Los chinos preparaban este té fermentado dejando reposar una mezcla de té y azúcar con una colonia viva de bacterias y levaduras (el SCOBY), que transformaba el líquido en una bebida ácida, refrescante y ligeramente burbujeante.
En los últimos años, la kombucha ha vuelto al hogar. Prepararla en casa es redescubrir el ritmo natural de la fermentación: observar cómo el SCOBY crece, cómo cambia el sabor del té y cómo una bebida simple cobra vida.
Cada lote es único, y cada persona que la prepara se convierte —como antaño— en parte de una cadena de fermentadores que comparten cultura, microorganismos y conocimiento.
En los años 60 y 70, con el auge de los movimientos naturistas, la kombucha volvió a Occidente. Se asoció con la vida saludable, la alimentación viva y el retorno a lo artesanal.
En los 90 empezó a venderse embotellada en Estados Unidos y Europa, primero en tiendas naturistas y luego en grandes superficies.
Hoy en día, forma parte del movimiento “slow food” y del interés por los alimentos fermentados, junto con el kéfir, el chucrut o el miso.
En los últimos años, la kombucha ha vuelto al hogar. Prepararla en casa es redescubrir el ritmo natural de la fermentación: observar cómo el SCOBY crece, cómo cambia el sabor del té y cómo una bebida simple cobra vida.
Cada lote es único, y cada persona que la prepara se convierte —como antaño— en parte de una cadena de fermentadores que comparten cultura, microorganismos y conocimiento.
De un té fermentado imperial a una bebida artesanal moderna, la kombucha nos recuerda algo simple pero esencial: la vida también se cultiva despacio.